2.11.07

Emiliano

Leoncia parió a Emiliano sin muchas ganas recargada en una pila de revistas pulp setenteras. Limpió los restos de sangre del piso con periódicos del año anterior -1980- y salió de esa librería de la calle Donceles con sólo su bolsa del mandado.

Toda esa noche la pasó Emiliano respirando el olor a papel viejo, en una dura e improvisada cuna de libros de derecho, de esos que tienen lomo de terciopelo. No lloró y tampoco durmió. Cuando lo encontraron al día siguiente, no lo llevaron al DIF. ¿Qué tal si se moría al día siguiente? Pero eso no pasó.

Y creció Emiliano entre libros que lo mismo servían de corral o de comedero. Las bibliotecarias ingeniaron un curioso sistema de alimentación, que sostenía el biberón entre libros de pasta dura. Nunca enfermaba, sobrevivía con una comida al día y sus libros. El único episodio que recuerdan sus madres postizas fue cuando a los diez años lloró incontrolablemente durante tres días frente a Cosmos. Unas gafas de pasta solucionaron el problema.

El olor a libro viejo, el tacto a papel rugoso y la media luz del almacén se convirtió en su mundo. Conforme crecía Emiliano se fue haciendo heliofóbico e introvertido. Sólo hablaba para pedir libros. Nunca supo de amor materno o amigos.

Aprendió a leer por si sólo viendo los comics de la familia Burrón a la edad de tres años. De ahí no le fue difícil cambiarse a los cuentos de Andersen. A los siete conocía ya a los grandes griegos -respondía a lo que le preguntaban con frases de la Iliada- y odiaba a Shakespeare. En algún momento entre los ocho y nueve años aprendió francés e inglés.

A los doce conocía de Física, Química y Relatividad y para los quince, había resuelto las ecuaciones de Navier-Stokes. Sin embargo, cuando el mundo de la física moderna supo de tan grandioso acontecimiento, Emiliano tenía 20 años y las ecuaciones de física y matemática ya no le interesaban. Estaba enamorado.

Su amante era cruel y no terminaba por entenderla, lo cual le obsesionaba. Le dijeron que para encontrarla tenía que viajar. A Europa muy seguramente. Su amor era la lengua muerta del arameo. Su respuesta a esas ecuaciones sin aparente solución sería su pasaporte a la felicidad.

Emiliano empacó sus libros favoritos y se dispuso a salir por primera vez de aquella librería de Donceles. Con el primer aliento de la contaminada capital sintió su corazón detenerse, pero lo que realmente lo mató fue el sol: sus rayos lo cegaron inmediatamente.

¿Y para que quiere vivir sin leer?

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